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Por Zaría Abreu Flores

Consultora

Desde que me invitaron a este proyecto pensé en escribir sobre mi abuela, sobre su afición por la comida, su emoción por cocinar, su alegría istmeña de departirse en forma de chipotles dulces, gallina rellena, chileajo y mole de camarón. Pensé en ella y en mi familia oaxaqueña siempre reunida en la cocina y alrededor de la comida. Todo lo que se gesta en nosotras en cada festejo, digo festejo donde debería escribir pretexto porque no necesitamos mucho para inventarnos una fiesta… Y la fiesta es la comida. 

Le llamé para entrevistarla, avisé antes que la iba a llamar, se emocionó tanto que pidió que la maquillaran y peinaran. Esperó sentada en su reposet, paciente y sonriente. La sonrisa le desapareció cuando empezamos a hablar: la llamada fue tortuosa para ambas, comencé por preguntarle a qué edad aprendió a cocinar, se quedó sin voz, no recordaba; pero no recordaba siquiera haber aprendido a cocinar… no recordaba sus manos de niña martajando el mole.  

Las preguntas fueron cayendo una tras otra (sí, el verbo es cayendo, caían sobre nosotras, lastimándonos). No recordaba tampoco cómo era encender la leña del fogón o el nombre de algunos guisos. Fui intentando ayudarla -mientras la angustia llenaba su voz- contándole lo que yo sí recuerdo, regalándole mi memoria, eso por momentos pareció darle algo de calma, hasta que me dijo Ya no me acuerdo de la receta de la gallina rellena

La gallina rellena es un guiso que solía hacer mi bisabuela para ocasiones especiales allá en el Istmo; para mi familia era un lujo matar una gallina y hacerla rellena. Fue el platillo favorito de mi madre desde niña y luego ese gusto me lo transmitió a mí. La gallina rellena para nosotras es fiesta. La gallina rellena es un sabor de infancia, de leña, de carbón, de calorcito cuando hace frío y, además, es una receta que pasó de mi bisabuela a mi abuela y de mi abuela a mi mamá; pero (y este “pero” importa) con cada transmisión algo se ganó y algo se perdió. Cada una tiene su versión de la gallina rellena: yo podría reconocer a ojos cerrados si una gallina rellena la hizo mi madre o la hizo mi abuela; por eso es que comprendí de inmediato el temblor en la voz de mi abuela, la angustia profunda antes de decir: Ya no me acuerdo de la receta de la gallina rellena. 

Ya no se acuerda de su receta, no importa si la receta está escrita en el cuaderno de recetas de mi madre o si Ema sabe hacerla ya también. Es su receta, su modo de guisarla es lo que se pierde y algo de ella se pierde ahí. Hay un sabor que no vamos a volver a probar, ni ella, ni yo, ni mi madre, ni el resto de la familia… 

Un sabor que no está más, que recordaremos quizá como un olor, pero que ya no está. Vamos perdiendo esos sabores junto con su memoria. La gallina rellena, los chipotles dulces, el zee belá Bihui o los tamales de elote, ya no están. No estarán más sobre la mesa pero tampoco están ya en sus recuerdos y se da cuenta y lo sabe y apenas alcanza a pronunciar que ya no recuerda. La demencia senil que empieza a invadirla le va quitando lo que más ama: su comida; su capacidad de poner enormes platones sobre la mesa para compartirlos con invitados que terminarán extasiados alabando su manera de cocinar. Y ella lo sabe y entristece. Y yo con ella. 

La pienso, niña junto al fogón, encendiendo la leña a los 6 años, después de haber ido a buscar los troncos secos que sirvieran. La pienso, niña parada junto al metate moliendo el nixtamal para las tortillas a mano. Había que pararse a las 5 de la mañana, ella era la mayor de los hermanos y la encargada de alimentarlos, de encontrar con qué alimentarlos, de hacer una fiesta con los ingredientes repetidos: frijoles de la olla, café, tortillas. Mi abuela supo inventar fiestas culinarias con lo que encontraba en sus salidas por leña, supo inventarlas de tal modo que muchos años después vendería comida como medio de subsistencia, supo inventarlas de tal modo que una de las cosas que más se celebra de ella es esa dadivosidad alimentaria. Ese poner la mesa hasta para el vecino que acaba de conocer y a quien lo primero que le dice es: “hice tortitas de camarón, ¿no gusta pasar?”

No sé cuántas veces encontré en la mesa de mi abuela a desconocidos comiendo, pero sí sé que cada una de esas veces, cuando los invitados se levantaban para irse, ya no eran más desconocidos, ya habían reído a carcajadas, ya le habían contado secretos familiares, ya habían desahogado sus tristezas y quedado para una siguiente ocasión volver y arreglar esa gotera o ayudarle a clavar unas macetas en lo alto.

Por eso temblé yo también cuando supe que se había dado cuenta: Ya no recuerdo la receta de la gallina rellena. ¿Qué otras no recuerda? ¿Qué otras sabe que no recuerda? 

Intento cambiarle el tema ¿Cuál era tu comida favorita de niña? Tampoco se acuerda, lo sé porque me dice ‘toda’ y para mi abuela no hay ‘toda’ cuando se trata de comida. Hay especificidades muy concretas. Yo sé que le encantaba untar la tortilla con asiento cuando era lo único que había y también sé que hacía agua con maíz y azúcar para poner de buenas a sus hermanos. Sé que los chipotles dulces hay que dejarlos tres días en piloncillo y cambiarles el agua todas las noches, que un poco de vinagre les viene bien, pero si te pasas ya los dejas incomibles. Sé que si te comes más de 9 chipotles dulces lo más seguro es que te dé diarrea y que istmeña que se precie reparte los chipotles a razón de unos 20 por mesa en los festejos. 

Y sé, ahora, que mi abuela ya no recuerda la receta. Te voy a hacer unos yo, le digo y la frase no le alcanza ni para reírse, porque sabe que esos chipotles ya no son sus chipotles. Ya no los vamos a volver a probar, me dice. Y sí, no los vamos a volver a probar. ¿A dónde van esos sabores? Una se queda detenida en esa sopa, ese postre, ese guiso de pescado seco que recuerda y que nunca va a volver a probar. “Nunca” es una palabra gigantesca y lapidaria; yo no la había relacionado con la comida hasta este 31 de diciembre en el que intentamos hacer los chilaquiles que hacía mi tía Chata (mi tía Chata murió hace un año) y no sabían igual. Ahí, así nomás sentada en la mesa me puse a llorar. NUNCA, me vino la palabra. N U N C A. Y mi abuela lo sabe, nunca más mi tía chata, nunca más mi Tío Godo, los perdimos con la pandemia y eso hizo que mi abuela (ese roble) se doblara sobre sí misma a tal grado que hay días que no recuerda dónde está. Elegir la amnesia antes que la desgarradura. 

Quería escribir sobre la comida de mi abuela y terminé escribiendo de la ‘no comida’ de mi abuela, de los seres amados que hemos perdido, de lo que ella ya no podrá guisar, de los sabores que no vamos a probar más, de esa pérdida, del duelo que existe en un olor o un sabor que no va a repetirse. 

Yo quería hablar de la comida istmeña, de mi abuela echando las tortillas al comal, de las recetas que nos vienen desde antes y que forjan nuestro linaje de mujeres zapotecas; pero eso hoy, en la mente de mi abuela no existe más, le ha sido arrebatado por el dolor y la vejez.

Y al serle arrebatado a ella, nos ha sido arrebatado un poco a nosotras; aunque sepamos que ahí están en el cuaderno de las recetas y que lo sabemos cocinar. Porque no serán sus manos -su intuición clarividosa de tan solo ver burbujear la sopa para saber qué le hace falta o qué le sobra- las que estarán guisando. No serán sus manos, ahora deformadas por la artritis; no serán sus ojos, ahora apagados por el dolor, no será su cuerpo istmeño el que presida la cabecera de la mesa. 

Nos quedamos en silencio largo rato; de pronto, de la nada me pregunta: “¿sabes cómo se dice camarón en zapoteco?” Me sorprende porque mi abuela hace años que no me dice nada en zapoteco.

– ¿Cómo? 
– Bendabuaa naxhí

Nos volvemos a quedar en silencio, pero ahora sonreímos, le empiezo a preguntar los nombres de los guisos que ya no vamos a probar, me los contesta uno por uno y sé que en ese momento estamos haciendo juntas un ritual, despidiéndonos de cada platillo que no volveremos a probar, pero que, todavía sabemos nombrar. Al final le pregunto cómo se dicen nostalgia y sabor: Nabana’ si hruuya’ (que en realidad es algo como “contemplo con nostalgia”) y nhetja. Sé que a partir de este momento hay sabores que ya solo podré contemplar con nostalgia y que conservar mi linaje zapoteco será inventar nuevos, ningún guiso me saldrá como a ella, pero serán mis manos una extensión de las suyas. 

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