Dra. Arely Vergara Castañeda
Grupo de Investigación en Promoción y Educación para la Salud y Alimentación -PROMESA
Vicerrectoría de Investigación, Universidad La Salle México
Dr. Salvador Espino Manzano
Profesor Investigador. Facultad de Turismo y Gastronomía, Universidad La Salle Bajío
El aire cambia y un sutil viento frío se cuela por la ventana, la luz del sol se vuelve dorada y las sombras se alargan. Los días se acortan y, con ellos, la naturaleza parece prepararse para un largo y tranquilo descanso. Este es el llamado del otoño, una estación de transición que no solo transforma el paisaje con sus tonalidades ocres, rojas y anaranjadas, sino que también nos invita a una introspección y a un repliegue que encuentra en la mesa su más profunda expresión.
El otoño nos habla de la tierra, de la cosecha y de la calidez que buscamos para enfrentar el frío que se avecina. Y, en esa búsqueda, hay alimentos que se vuelven no solo un sustento, sino un portal hacia la memoria y el confort.
Pocas cosas evocan tanto el espíritu del otoño como el aroma de la canela, el jengibre y el clavo de olormezclándose en el aire. Son las especias que calientan el alma, que nos recuerdan a los dulces de calabaza, a las conservas de frutas y a los atoles o bebidas calientes que reconfortan el cuerpo después de una larga jornada.
El otoño no sería lo que es sin los ingredientes que nos conectan directamente con la tierra: la calabaza, en todas sus variedades, se convierte en la reina indiscutible. La vemos en sopas cremosas, en panes especiados y, por supuesto, en el icónico dulce en tacha que se ha convertido en un símbolo global de la estación. Su dulzura terrosa y su textura suave nos invitan a saborear la abundancia de la cosecha.
Junto a la calabaza, las manzanas y las peras alcanzan su punto máximo de sabor. Ya sea horneadas con miel y canela, en postres y sidras fermentadas, o simplemente crujientes y frescas, estas frutas nos regalan la acidez y la dulzura que equilibran los sabores más robustos de la temporada. Por otro lado, de la tierra emergen los camotes, las zanahorias y las papas, con su dulzura natural, los cuales se transforman en purés sedosos y guisos sustanciosos que nos recuerdan que el otoño es también una época de nutrición profunda, de alimentos que nos preparan para el invierno.
Pero, si hay dos ingredientes que son el corazón de la cocina otoñal, son sin duda los frutos secos oleaginosos y las semillas. Son la esencia de la energía contenida, el bocado crujiente que contrasta con la suavidad de los purés y las cremas. Los pistaches, las nueces de Castilla y pecanas, los cacahuates y las almendras, con su sabor a tierra y su textura inconfundible, se vuelven indispensables en los panes, y pasteles, o simplemente tostados y esparcidos sobre un buen guisado o ensalada, añadiéndolo un toque de sol y un crujido satisfactorio a cualquier plato. Sus aceites naturales y su riqueza en sabor nos hablan de la madurez y la plenitud de la estación. Lo mismo sucede con las semillas de calabaza, con su ligero sabor salado y su color verde intenso, no solo decoran y dan un toque crujiente a las sopas, sino que también nos recuerdan la promesa de vida que hay en cada fruto de la tierra.
La memoria de las nueces y semillas
La presencia de las semillas y los frutos secos oleaginosos, también conocidos como nueces, en nuestra mesa no es casual, rememoran un acto ancestral de recolección y de almacenamiento, de la preparación de nuestras reservas para los meses venideros. Nos conectan con la idea de la abundancia, de la labor de la cosecha que ahora se celebra en la cocina, lugar donde el ajonjolí, el cacahuate, las pepitas y las nueces, combinados con los chiles secos, se convierten en los protagonistas de un buen mole o pipián, preparaciones complejas y ricas que envuelven con su aroma y sabor inconfundible.
Es así como en el vasto y colorido mosaico de la gastronomía mexicana, el inicio del otoño despierta una de las épocas más esperadas y celebradas. Por ejemplo, en las tierras de la Huasteca se sienten ya los primeros movimientos que anuncian la llegada del Xantolo o “Fiesta de las ánimas”, la festividad más grande y significativa de la región. Las familias comienzan sus preparativos con delicadeza y tradición: la semilla de cacao, que dará vida al chocolate caliente, es cuidadosamente seleccionada. El grano de maíz, base esencial para los tamales, se resguarda con esmero para conservar su frescura y sabor, transformándose en platillos que conforman un puente entre el presente y las raíces ancestrales; un homenaje a la vida que se mantiene viva en la memoria y el paladar.En definitiva, el otoño es la puerta hacia un banquete de texturas y sabores, un recordatorio de que la vida, incluso en su fase de declive, puede ser de una belleza y una riqueza inigualables. Es un momento para sentarse a la mesa con aquellos que amamos, para compartir un plato que nos reconforta y para saborear la sencillez y la magia de una estación que nos invita a regresar a lo esencial.